Image credit: © Steven Bisig-Imagn Images
Traducido por Pepe Latorre
Empezar hablando del tiempo es un cliché, pero es que había una temperatura perfecta. Unos 20 grados, el sol brillando entre alguna nube ocasional y el viento justo para alborotar el pelo y dar un poco de vida a las banderas. Era el tipo de luz que detiene el tiempo, apaga las voces e ilumina el mundo con los tonos pastel densos como la miel que imaginas en Dandelion Wine. En otras palabras, un día perfecto para un juego de pelota. Y mientras el resto del mundo del béisbol se devanía los sesos por las ofertas y los pases a postemporada, los Mariners y los Dodgers podían simplemente relajarse y jugar.
Los aficionados de los Mariners se encuentran cada día de partido con predicadores, que equipados con megáfonos, anuncian la llegada del fin del mundo en los alrededores del estadio. Los Mariners han solicitado a la ciudad que aborde el problema y han pedido a los aficionados que contribuyan a señalarlos. No se les puede oír desde dentro del parque, pero tampoco puede uno quedarse dentro para siempre. Al final te echan. El realismo mágico del béisbol solo dura unas cuantas horas, unas cuantas temporadas.
Seattle ha tenido en los últimos años mucho béisbol intrascendente y pocas tardes soleadas a finales de septiembre. En 1983, después de una temporada de 102 derrotas, fueron blanqueados por Richard Dotson y cuatro relevistas. En 2014, necesitaban una victoria junto con una derrota de los A’s para forzar el partido de desempate. Los Mariners y Félix Hernández se enfrentaron a los Angels, con 98 victorias, y a Mike Trout, que ya estaban clasificados para la postemporada. Anotaron tres carreras en la cuarta entrada para tomar la delantera, y fueron eliminados minutos después, porque aún no se había establecido la sincronización del último juego de la temporada y los Rangers cayeron 4-0 en su propio estadio ante los A’s.
Pero últimamente, y por caprichos del calendario, el T-Mobile Park ha servido de escenario para las historias de otros. En 2024 albergó el último partido de los A’s como equipo de Oakland. Un pequeño pero decidido grupo de aficionados viajeros y expatriados coreó y maldijo hasta altas horas de la noche a la espera de que algún desinteresado los echara del estadio. Esta vez el tono fue diferente. El estadio estaba, y no por primera vez, inundado del azul y blanco de las camisetas visitantes, pero esta vez con los Blue Jays en otro lugar. Tanto los Mariners como los Dodgers habían asegurado su puesto en los playoffs, en segundo y tercer lugar en sus Ligas, respectivamente. La multitud se venía arriba cuando Cal Raleigh tenía la oportunidad de conectar el sexagésimo primero, o cuando Ohtani tenía la oportunidad de hacer algo. Pero el juego pertenecía a Clayton Kershaw.
Al igual que con los A’a, cuyo último partido tuvo lugar tres juegos después del cierre del Coliseo, la actuación de Kershaw dejó un sabor raro. Tras anunciar su retirada hace 10 días, tras haberlo insinuado claramente hace 300 días, los fanáticos de los Dodgers pudieron despedirlo como es debido el 19 de septiembre, y él les ofreció una actuación digna: cuatro entradas y un tercio, dos carreras y cuatro bases por bolas (aunque ha tenido un buen año, la edad lo ha obligado a controlar mucho su tiempo en la lomita). Esta aparición ni siquiera está garantizada como la última. Los Dodgers le han dejado fuera del roster para la wildcard, con todos sus abridores sanos, pero dado el estado del bullpen en septiembre, podría ser una buena opción como relevista.
Pero esas son otras historias. Volvamos al domingo. Lo que importaba ese día era que el mánager de los Mariners, Dan Wilson, dió descanso a muchos de sus titulares. Luke Raley, sustituto de Julio Rodríguez, se ponchó en los cuatro turnos al bate que tuvo. Los veteranos Josh Naylor y Jorge Polanco, así como Dominic Canzone, también tuvieron el día libre. Sus reemplazos saludaron amablemente a la curva de Kershaw y observaron cómo su recta pintaba la zona. Después de que Hyeseong Kim conectara un cuadrangular de dos carreras en la segunda entrada, esa brisa agradable fue lo suficientemente fuerte como para empujar un batazo de un somnoliento Freddie Freeman por encima de la valla del jardín central izquierdo ampliando la ventaja a cuatro carreras.
Kershaw regresó para la sexta y con un slider a Eugenio Suárez logró su ponche número 3,052. Se paseó por el montículo, aparentemente esperando la llamada, y pasaron 15 segundos antes de que Freddie Freeman saliera del dugout para hacer el cambio de lanzador. En cierto modo, esa pausa se sintió bien. Kershaw llevaba 94 lanzamientos, tenía el pelo enmarañado en sudor y él también sentía que se le estaba acabando el tiempo, que nada dura para siempre. Los aplausos cobraron vida y comenzó la ovación. Mientras tanto el futuro miembro del Salón de la Fama reía y abrazaba a cada uno de sus compañeros del cuadro. Les habló, pero el rugido de la multitud y la luz del sol lo opacaron todo, no se podía oír ninguna de sus palabras.
Thank you for reading
This is a free article. If you enjoyed it, consider subscribing to Baseball Prospectus. Subscriptions support ongoing public baseball research and analysis in an increasingly proprietary environment.
Subscribe now